ESTEBAN PIKIEWICZ
TEATRO FAMILIAR
REMITENTE PATAGONIA
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Peso: 0.3 kgs.
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Estado: Nuevo
Utilizo uno de los versos de este libro para dar título al prólogo. Un prólogo es una especie de huésped incómodo que se debate entre la gentileza y el intruso. Y es que no tiene otra razón de ser que la de mediar en el encuentro del lector con un texto del que no sabemos mucho, salvo que los modos comunes de leer serán suspendidos.
Es lo que se espera de la poesía: una suspensión del juicio común que se irá aliviando con el sedimento de las lecturas posteriores. Entonces, si un prólogo tiene alguna función, es iniciar esa serie de impresiones causadas por la lectura de quien, se supone, es uno de los primeros en hacerlo.
Y debo advertir (aunque una advertencia parezca contraria a la disposición que conviene al encuentro con un texto) que no se encontrará aquí ninguna dulzura de las que hacen deslizar los versos hasta dejar en su lugar una melodía. Aquí la voz se aleja de cualquier ronroneo y más bien lo que evoca el oír son los crujidos y rumores de un mundo que estuviera a punto de romperse. Pero también de un mundo que, habiéndose roto, tratara de volver a encajar sus fragmentos. Es allí donde Pikiewicz se alerta y presta atención tanto al crujido que podría evidenciar un punto de fractura como el inicio de una consolidación. Pero no parece esperar mucho de ninguna de las dos posibilidades. Ni de la caída de algún orden que, habiéndose tornado opresivo, conviniera romper, ni de la reconstrucción esperanzada en un orden superador. No, en todo caso está atento a que la reconstrucción no progrese por la vía de un sueño que entregue una ilusión. En ese caso prefiere la nostalgia aunque traiga de rebote la puntada de lo perdido.
Es cierto que revolver los fragmentos como un modo de entender nuestro mundo roto es, a esta altura, un procedimiento extendido. Pero aquí este ejercicio se rige por un procedimiento ético, uno que puede llevar tranquilamente el nombre que da título a este texto: una pasión estricta. Pasión de quitar lo superfluo hasta dejar lo mínimo indispensable para sostener lo escrito al poco de realidad necesario. No es austeridad, como lo fue, por ejemplo, su anterior libro llamado precisamente, Cortando El Pan. Allí sí se podía encontrar una austeridad que dejaba sólo lo sencillo liberado de todo artificio. Aquí no, aquí lo que cuenta son unos pequeños eventos tomados como signos. Signos equívocos, tanto como pueden serlo una miga de pan, un copo de nieve, o el cordón de una vereda. Habría que sumar algunas anécdotas, también menores: un viaje en auto, una mañana cualquiera o unas mujeres en un funeral. Asuntos sencillos de los que nadie esperaría una revelación. Es anotando esos signos que escribe Pikiewicz: repara en un detalle, una estela de humo elevándose en una mañana, por ejemplo, y en el mismo punto donde esa imagen podría tomarse por un sueño (como una belleza aún sin culpa, o la memoria en las colinas) oye el llamado que advierte y anota el signo. Luego anudará con éste con otro, también irreductible a cualquier armonía (unas letras en el muro de un baldío, un graznido afuera de la casa). Sólo después puede aceptar la pausa del aroma de café o recorrer las pertenencias de la mujer que ama.
¿Pero entonces
qué pasión? Pasión de no dejar pasar la oportunidad de captar en esos signos de la armonía imposible, la pequeña verdad que aún los torna valiosos. Ese poco de realidad en el que es posible, todavía, apoyarse.
José Luis Tuñón